El Protocolo de Kyoto es, en su casi totalidad, un amalgama de objetivos, detallados por zonas y países. Sin embargo, algunas de las medidas que propone el tratado son mas abstractas que concretas, como por ejemplo la de apostar por políticas nacionales de eficiencia energética, o el fomentar el desarrollo de las energías renovables. Con ello no pretendo menospreciar el tratado, ni tampoco minusvalorar sus avances, pero si creo que conviene denunciar su falta de ambición; así como el aspecto del que se va a ocupar este artículo.
El lastre, quizás necesario, es que el Protocolo de Kyoto ya preveía un sistema de comercio de emisiones, así como otros mecanismos flexibles. La lógica de nuestro mundo invitaba a pensar que este sistema de comercio sería utilizado en más ocasiones de las deseadas y, lamentablemente, así fue. Considero que podría haberse apostado por un sistema de bonificaciones o incluso de sanciones, pero que resultara más cerrado, para de este modo obligar a las empresas a tomarse más en serio, la necesidad de acometer las inversiones necesarias para rebajar el nivel de emisiones. En cambio se optó por la flexibilidad lo que se tradujo en una mayor libertad para las empresas, aunque ello supusiera retrasar el cumplimiento de los objetivos del tratado. Ahora mismo se explicará el porqué.
El protocolo entró en vigor en el año 2005, no obstante, la Unión Europea ya había establecido su propio régimen sancionador a través de un mercado de emisiones, el llamado Sistema Europeo de Comercio de Emisiones (SECE). En cuanto a la normativa que lo hizo posible hay que destacar la Directiva 96/61 CE, que con su modificación en octubre del 2003 (Directiva 2003/87 CE) posibilitó finalmente la existencia de dicho sistema, y fijó su funcionamiento para el 1 de enero del 2005. La segunda fase entró en vigor en el 2008, para tratar de resolver y reajustar algunas cifras que no estaban acabando de funcionar.
El SECE funciona del siguiente modo: los gobiernos comunitarios establecen un límite a las emisiones de gases a las empresas y países, divididas en las denominadas “instalaciones”. Las instalaciones que hagan los deberes y no sobrepasen los límites marcados, podrán vender sus cuotas de emisión sobrantes a otros que no cumplan con su mismo rigor. Por tanto, quienes sobrepasen estos límites podrán optar por comprar a estas empresas dichas cuotas, o pagar una sanción. La idea es que esto suponga un incentivo financiero para que puedan ahorrarse emisiones. Lo que se pretende es que el valor (económico) del CO2 aumente, por lo que las empresas prefieran buscar las maneras de reducir sus propias emisiones antes que utilizar esta fórmula. Empero, esta idílica propuesta, que resulta ineficiente cuando choca con la realidad, ha sido criticada incluso desde la visión más liberal, y es que según el economista británico John Kay: “cuando un mercado se crea a través de la acción política en lugar de surgir espontáneamente de las necesidades de compradores y vendedores, la industria buscará influir en la creación de ese comercio para su propia ventaja comercial”.
Kay no iba, en absoluto, desencaminado. Por tanto, lo primero que se aprecia es que, bajo esta normativa, el CO2 se transforma en mercancía. El funcionamiento no deja lugar a dudas: se va a comerciar con los excedentes. De esta manera, todos aquellos que no emitan suficiente CO2 podrán recibir dinero si “adquieren” el que le sobra a otro, para que así éste pueda seguir produciéndolo. El resultado de este comercio de emisiones permitirá a los que contaminan, utilizar las cuotas de emisión para expandir sus plantas y su capacidad, ya que (y he aquí lo peligroso) puede salir más rentable recurrir a esta argucia que reducir sus emisiones. De hecho es llamativo que fueran Shell (una de las empresas que conformaba la Global Climate Coalition[1]) y Nuon las empresas en llevar a cabo la primera transacción de permisos de emisión de gases de efecto invernadero. Al final se consigue que las empresas no tengan ninguna necesidad de afrontar reformas, ya que comerciar con emisiones les sale más rentable. La conclusión es evidente, se ha optado por este sistema porque tiene un mejor anclaje en el sistema de libre mercado y resulta más favorable a las empresas.
Mientras tanto, la gran mayoría de los que sufriremos el Cambio Climático creemos que es necesario un cambio en el modo de actuar, porque hasta ahora lo que se ha hecho no parece ser suficiente. Aunque los intereses de las multinacionales traten de silenciar nuestras reivindicaciones, sabemos que no todo se arregla mediante la compra-venta, como es el caso que nos ocupa, ya que hay veces en las que el dinero no todo lo puede. Es el momento de reivindicar, con todo nuestra fuerza, lo que decía aquel refrán indio que nos recuerda que: “cuando cortemos el último árbol, cuando se seque el último río, nos daremos cuenta de que el dinero no se come”.
El lastre, quizás necesario, es que el Protocolo de Kyoto ya preveía un sistema de comercio de emisiones, así como otros mecanismos flexibles. La lógica de nuestro mundo invitaba a pensar que este sistema de comercio sería utilizado en más ocasiones de las deseadas y, lamentablemente, así fue. Considero que podría haberse apostado por un sistema de bonificaciones o incluso de sanciones, pero que resultara más cerrado, para de este modo obligar a las empresas a tomarse más en serio, la necesidad de acometer las inversiones necesarias para rebajar el nivel de emisiones. En cambio se optó por la flexibilidad lo que se tradujo en una mayor libertad para las empresas, aunque ello supusiera retrasar el cumplimiento de los objetivos del tratado. Ahora mismo se explicará el porqué.
El protocolo entró en vigor en el año 2005, no obstante, la Unión Europea ya había establecido su propio régimen sancionador a través de un mercado de emisiones, el llamado Sistema Europeo de Comercio de Emisiones (SECE). En cuanto a la normativa que lo hizo posible hay que destacar la Directiva 96/61 CE, que con su modificación en octubre del 2003 (Directiva 2003/87 CE) posibilitó finalmente la existencia de dicho sistema, y fijó su funcionamiento para el 1 de enero del 2005. La segunda fase entró en vigor en el 2008, para tratar de resolver y reajustar algunas cifras que no estaban acabando de funcionar.
El SECE funciona del siguiente modo: los gobiernos comunitarios establecen un límite a las emisiones de gases a las empresas y países, divididas en las denominadas “instalaciones”. Las instalaciones que hagan los deberes y no sobrepasen los límites marcados, podrán vender sus cuotas de emisión sobrantes a otros que no cumplan con su mismo rigor. Por tanto, quienes sobrepasen estos límites podrán optar por comprar a estas empresas dichas cuotas, o pagar una sanción. La idea es que esto suponga un incentivo financiero para que puedan ahorrarse emisiones. Lo que se pretende es que el valor (económico) del CO2 aumente, por lo que las empresas prefieran buscar las maneras de reducir sus propias emisiones antes que utilizar esta fórmula. Empero, esta idílica propuesta, que resulta ineficiente cuando choca con la realidad, ha sido criticada incluso desde la visión más liberal, y es que según el economista británico John Kay: “cuando un mercado se crea a través de la acción política en lugar de surgir espontáneamente de las necesidades de compradores y vendedores, la industria buscará influir en la creación de ese comercio para su propia ventaja comercial”.
Kay no iba, en absoluto, desencaminado. Por tanto, lo primero que se aprecia es que, bajo esta normativa, el CO2 se transforma en mercancía. El funcionamiento no deja lugar a dudas: se va a comerciar con los excedentes. De esta manera, todos aquellos que no emitan suficiente CO2 podrán recibir dinero si “adquieren” el que le sobra a otro, para que así éste pueda seguir produciéndolo. El resultado de este comercio de emisiones permitirá a los que contaminan, utilizar las cuotas de emisión para expandir sus plantas y su capacidad, ya que (y he aquí lo peligroso) puede salir más rentable recurrir a esta argucia que reducir sus emisiones. De hecho es llamativo que fueran Shell (una de las empresas que conformaba la Global Climate Coalition[1]) y Nuon las empresas en llevar a cabo la primera transacción de permisos de emisión de gases de efecto invernadero. Al final se consigue que las empresas no tengan ninguna necesidad de afrontar reformas, ya que comerciar con emisiones les sale más rentable. La conclusión es evidente, se ha optado por este sistema porque tiene un mejor anclaje en el sistema de libre mercado y resulta más favorable a las empresas.
Mientras tanto, la gran mayoría de los que sufriremos el Cambio Climático creemos que es necesario un cambio en el modo de actuar, porque hasta ahora lo que se ha hecho no parece ser suficiente. Aunque los intereses de las multinacionales traten de silenciar nuestras reivindicaciones, sabemos que no todo se arregla mediante la compra-venta, como es el caso que nos ocupa, ya que hay veces en las que el dinero no todo lo puede. Es el momento de reivindicar, con todo nuestra fuerza, lo que decía aquel refrán indio que nos recuerda que: “cuando cortemos el último árbol, cuando se seque el último río, nos daremos cuenta de que el dinero no se come”.
[1] Fue una asociación formada
por numerosas empresas que tenían como objetivo desacreditar el Cambio
Climático, así como desvincular a éste de un carácter antropogénico
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