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Medioambiente y política


El planeta en el que vivimos, de una manera u otra, siempre responde a lo que hacemos. En este sentido, cualquier acción que perjudique al planeta nos es devuelta en forma de, por ejemplo, lluvia ácida o un aumento de la radiación ultravioleta. Son las respuestas que recibimos cuando contaminamos las aguas o dañamos la capa de ozono con los gases CFC. Con todo, hay más actuaciones antrópicas que cabe señalar como la deforestación o la producción desmedida de residuos de todo tipo. Ahora bien, entre todos estos problemas destaca, por sus extraordinarias repercusiones, el cambio climático, algo que se produce debido a las altas emisiones de gases efecto invernadero, lo que hace que la atmósfera retenga más calor del habitual aumentando así la temperatura del planeta. Sin embargo, se habla de cambio climático porque un aumento de la temperatura también implica variaciones en el clima.



El cambio climático enfrentaría a la humanidad a una de sus mayores crisis, dado que provocaría sequías, aumentaría el nivel del mar, haría más intensos y numerosos los desastres naturales e implicaría muchísimas migraciones. Por tanto, no estamos solo ante un problema ecológico, sino que también es una cuestión política, económica y social. Si las predicciones más pesimistas se cumplen deberá hacerse frente a un escenario en el que habrá nuevas guerras por el control del agua, regiones que desaparecerían bajo las aguas e incontables oleadas de refugiados.



¿Cómo responderían los países? Considerando la tendencia que la realpolitk ha marcado desde hace décadas, es factible suponer que los Estados que queden en una mejor situación endurecerían sus controles fronterizos, acogiendo a muy poca gente. Asimismo, no es descartable una deriva más autoritaria de muchos gobiernos del mundo, puesto que tendrían que hacer frente a una gran escasez y a los previsibles disturbios que deriven de ésta. Igualmente, se habilitarían pequeños oasis en los que la vida será relativamente plácida pero, tal y como sucedió a lo largo de la Historia, solo accederán a ellos los que puedan pagarlo, acrecentando todavía más la frontera entre ricos y pobres.



El panorama ciertamente es desolador, aunque estamos a tiempo de evitarlo. Por un lado, tenemos que cambiar nuestros hábitos y apostar decididamente por las tres famosas erres: reducir, reutilizar y reciclar. No obstante, la parte más relevante radica en cómo se produce en esta sociedad. Es legítimo que las empresas busquen obtener ganancias, ahora bien éstas debe ser compatibles con el medioambiente, ya que podemos preguntarnos: ¿por qué terminamos deseando tantas cosas que, en realidad, no son necesarias? La respuesta es obvia: si las ventas son mayores las ganancias también. Esto hace que se produzca mucho más que si solo se pretendieran satisfacer las necesidades reales de la gente. La consigna es producir, hacerlo deseable y venderlo, pero esta sobreproducción implica usar más recursos naturales, contaminar más y producir más residuos.

Por consiguiente, son los Estados a quienes les toca desempeñar un papel fundamental en este entramado. Son ellos los que tienen que legislar para que las empresas se comporten con más responsabilidad, eliminando definitivamente prácticas tan dañinas como pueda ser la obsolescencia programada. Aun así, es necesario criticar medidas como el sistema de comercio de emisiones. Este sistema, diseñado para frenar el cambio climático, establece que las empresas que no alcancen un determinado nivel de emisiones pueden vender sus sobrantes a las empresas que los necesiten. Así no se penaliza el hecho de contaminar, sino que simplemente hay que acudir al mercado y adquirir los “derechos” para poder hacerlo. En relación con eso hay que comprender una premisa básica: proteger el medio ambiente no es algo negociable. Eso sí, en bastantes ocasiones maltratar el planeta sale muy rentable, pero aquí vivimos todos y si el planeta quiebra, quebramos todos.

La vergüenza del comercio de emisiones: se vende CO2


El Protocolo de Kyoto es, en su casi totalidad, un amalgama de objetivos, detallados por zonas y países. Sin embargo, algunas de las medidas que propone el tratado son mas abstractas que concretas, como por ejemplo la de apostar por políticas nacionales de eficiencia energética, o el fomentar el desarrollo de las energías renovables. Con ello no pretendo menospreciar el tratado, ni tampoco minusvalorar sus avances, pero si creo que conviene denunciar su falta de ambición; así como el aspecto del que se va a ocupar este artículo.

El lastre, quizás necesario, es que el Protocolo de Kyoto ya preveía un sistema de comercio de emisiones, así como otros mecanismos flexibles. La lógica de nuestro mundo invitaba a pensar que este sistema de comercio sería utilizado en más ocasiones de las deseadas y, lamentablemente, así fue. Considero que podría haberse apostado por un sistema de bonificaciones o incluso de sanciones, pero que resultara más cerrado, para de este modo obligar a las empresas a tomarse más en serio, la necesidad de acometer las inversiones necesarias para rebajar el nivel de emisiones. En cambio se optó por la flexibilidad lo que se tradujo en una mayor libertad para las empresas, aunque ello supusiera retrasar el cumplimiento de los objetivos del tratado. Ahora mismo se explicará el porqué.

El protocolo entró en vigor en el año 2005, no obstante, la Unión Europea ya había establecido su propio régimen sancionador a través de un mercado de emisiones, el llamado Sistema Europeo de Comercio de Emisiones (SECE). En cuanto a la normativa que lo hizo posible hay que destacar la Directiva 96/61 CE, que con su modificación en octubre del 2003 (Directiva 2003/87 CE) posibilitó finalmente la existencia de dicho sistema, y fijó su funcionamiento para el 1 de enero del 2005. La segunda fase entró en vigor en el 2008, para tratar de resolver y reajustar algunas cifras que no estaban acabando de funcionar.

El SECE funciona del siguiente modo: los gobiernos comunitarios establecen un límite a las emisiones de gases a las empresas y países, divididas en las denominadas “instalaciones”. Las instalaciones que hagan los deberes y no sobrepasen los límites marcados, podrán vender sus cuotas de emisión sobrantes a otros que no cumplan con su mismo rigor. Por tanto, quienes sobrepasen estos límites podrán optar por comprar a estas empresas dichas cuotas, o pagar una sanción. La idea es que esto suponga un incentivo financiero para que puedan ahorrarse emisiones. Lo que se pretende es que el valor (económico) del CO2 aumente, por lo que las empresas prefieran buscar las maneras de reducir sus propias emisiones antes que utilizar esta fórmula. Empero, esta idílica propuesta, que resulta ineficiente cuando choca con la realidad, ha sido criticada incluso desde la visión más liberal, y es que según el economista británico John Kay: “cuando un mercado se crea a través de la acción política en lugar de surgir espontáneamente de las necesidades de compradores y vendedores, la industria buscará influir en la creación de ese comercio para su propia ventaja comercial”.

Kay no iba, en absoluto, desencaminado. Por tanto, lo primero que se aprecia es que, bajo esta normativa, el CO2 se transforma en mercancía. El funcionamiento no deja lugar a dudas: se va a comerciar con los excedentes. De esta manera, todos aquellos que no emitan suficiente CO2 podrán recibir dinero si “adquieren” el que le sobra a otro, para que así éste pueda seguir produciéndolo. El resultado de este comercio de emisiones permitirá a los que contaminan, utilizar las cuotas de emisión para expandir sus plantas y su capacidad, ya que (y he aquí lo peligroso) puede salir más rentable recurrir a esta argucia que reducir sus emisiones. De hecho es llamativo que fueran Shell (una de las empresas que conformaba la Global Climate Coalition[1]) y Nuon las empresas en llevar a cabo la primera transacción de permisos de emisión de gases de efecto invernadero. Al final se consigue que las empresas no tengan ninguna necesidad de afrontar reformas, ya que comerciar con emisiones les sale más rentable. La conclusión es evidente, se ha optado por este sistema porque tiene un mejor anclaje en el sistema de libre mercado y resulta más favorable a las empresas.

Mientras tanto, la gran mayoría de los que sufriremos el Cambio Climático creemos que es necesario un cambio en el modo de actuar, porque hasta ahora lo que se ha hecho no parece ser suficiente. Aunque los intereses de las multinacionales traten de silenciar nuestras reivindicaciones, sabemos que no todo se arregla mediante la compra-venta, como es el caso que nos ocupa, ya que hay veces en las que el dinero no todo lo puede. Es el momento de reivindicar, con todo nuestra fuerza, lo que decía aquel refrán indio que nos recuerda que: “cuando cortemos el último árbol, cuando se seque el último río, nos daremos cuenta de que el dinero no se come”.



[1] Fue una asociación formada por numerosas empresas que tenían como objetivo desacreditar el Cambio Climático, así como desvincular a éste de un carácter antropogénico