El fútbol, al menos en sus orígenes, no entraba en fichajes estrella, traspasos ni nóminas millonarias. A pesar de ello, esta clase de vericuetos están perfectamente asentados en la actualidad deportiva, por tanto es importante para el objeto del artículo identificar cuándo se da el cambio. Se sabe que el fútbol moderno comenzó a practicarse en Inglaterra, y no debió tardar en hacerse muy popular, lo cual no pasó desapercibido para algunas mentes, cuya máxima prioridad sería la de hacer rentable cualquier espectáculo. Este hecho tuvo como consecuencia que se empezara a cobrar dinero para ver los partidos. A partir de ese momento los futbolistas comenzaron a cobrar por jugar, siendo el primer equipo que recurrió a los fichajes el Darwen Football Club, aunque, por la conocida oposición de la Football Association, estas artimañas se tenían que hacer de tapado.
Sin embargo, el hecho de que ciertos jugadores cobraran por jugar, y ya no tuvieran que acudir a su puesto de trabajo habitual, ponía en clara desventaja a los clubes de fútbol que no hicieran lo mismo. Conviene recordar que únicamente de esta manera pueden surgir “Cristianos” y “Messis”, ya que si deportistas como éstos solo pudieran entrenar en sus ratos libres, y tras una agotadora jornada de trabajo, sería imposible que alcanzaran esos niveles. Posiblemente, por ese motivo los demás clubes no tardaron en imitar al Darwen y en fundar la British Football, la cual defendía la profesionalización del fútbol. Así pues, tras la inicial oposición de que los jugadores cobraran por jugar y de que los clubes ficharan a aquellos que entendieran que reforzarían el juego del equipo, la Football Association acabó aceptando esta premisa.
Este brevísimo apunte histórico sirve para identificar el germen del fútbol moderno, y lo que se puede ver actualmente no es más que la evolución de aquello. No obstante, este modo de actuar ha construido un fútbol en el que los recursos económicos son los que determinan, casi exclusivamente, la gloria de un club. Aunque cualquier entidad deportiva debe ser rentable, en ocasiones se produce una tremenda desigualdad. Observemos las ligas profesionales de varios países europeos: la liga española ha sido 32 veces ganada por el Real Madrid y 21 por el Barcelona; la Premier inglesa 12 veces por el Manchester United, y 3 por el Arsenal y el Chelsea; mientras que la liga italiana ha sido conquistada en 21 ocasiones por la Juventus, y 14 por el Milán y el Inter de Milán; por último, la liga francesa (quizá la más igualada de las cuatro) fue ganada en 10 ocasiones por el AS Saint-Étienne (aunque no gana desde el 81), mientras el Olympique de Marsella se ha alzado victorioso en 9 ocasiones, el Nantes en 8, y el Mónaco y el Olympique de Lyon en 7 de ellas.
Es obvio que existe un notable desequilibrio en lo deportivo, siendo España el caso más acuciante de los 4. ¿Tanta diferencia existe entre el juego de los madrileños y barceloneses respecto de sus compatriotas de otras regiones? Pues sin menospreciar la calidad de los jugadores de Madrid y de Barcelona sabemos que la razón no es esa. En un momento determinado estas dos entidades acumularon unos recursos muy superiores al resto y, dada la tendencia de que un buen patrimonio, bien administrado, multiplica sus ganancias, estos dos clubes se convirtieron en los más poderosos de la categoría. Gracias a este poderío el Madrid, entre otros fichajes, se pudo permitir pagar 96 millones de euros por Cristiano Ronaldo y 65 por Kaká. El Barcelona, mientras tanto, destinó 66 millones de euros por Ibrahimovic y 40 por David Villa. Se está hablando de que, en ambos casos, se pagó más de 100 millones de euros por dos hombres. Para poder apreciar hasta qué punto es patente el agravio, es posible destacar que, por ejemplo, el fichaje más caro de la historia del Valencia (otro equipo que cuenta con un patrimonio nada desdeñable) fue el de Joaquín por la cifra de 25 millones de euros.
El precio de los futbolistas se calcula en base a su rendimiento, por el contrario el valor de cada uno de ellos es totalmente subjetivo. Antonio Machado diría aquello de que “es de necios confundir valor con precio”. Es duro que pongan precio a una persona, como se le puede poner a una mesa, o a una antigüedad que pueda ser codiciada por coleccionistas. A pesar de ello, los futbolistas se dejan querer (y comprar) a cambio de fama, coches y casas de lujo. Y esta forma de gestionar el fútbol que desequilibra la liga no termina aquí. Los clubes con más recursos no solo son mejores porque pueden fichar más estrellas, sino porque aprovechan mejor su cantera. Con ello no estoy diciendo que no haya aproximadamente la misma cantidad de buenos jugadores en Extremadura, Aragón y Andalucía, por poner un ejemplo, que en Madrid y Cataluña; sino que el Real Madrid y el Barcelona tienen mayores medios para espolear el potencial de estas promesas. Tendrán mejores escuelas de fútbol, mejores instalaciones, más ojeadores, más personal técnico y, sobre todo, se asegurarán de que ningún otro club se haga con los servicios de alguna de sus estrellas ascendentes.
Por tanto, en el fútbol se ha instaurado una especie de bipartidismo en el que nadie, en términos absolutos, puede rivalizar con el Madrid o el Barcelona. Lo ideal sería que cada club tuviera su propia cantera y que trabajara en ella, y que a lo sumo pagara un pequeño salario a sus jugadores (quizá limitado por ley) para poder evitar el efecto mercenario en este deporte. Esto es importante también por la cuestión de la identidad. En los orígenes del fútbol, que se saben mayoritariamente obreros, este aspecto era importante. Antes, en Inglaterra, los partidos se disputaban entre fábricas de la misma localidad, por lo que la adscripción a un equipo u otro dependía de donde se trabajaba.
Sin embargo, el hecho de que ciertos jugadores cobraran por jugar, y ya no tuvieran que acudir a su puesto de trabajo habitual, ponía en clara desventaja a los clubes de fútbol que no hicieran lo mismo. Conviene recordar que únicamente de esta manera pueden surgir “Cristianos” y “Messis”, ya que si deportistas como éstos solo pudieran entrenar en sus ratos libres, y tras una agotadora jornada de trabajo, sería imposible que alcanzaran esos niveles. Posiblemente, por ese motivo los demás clubes no tardaron en imitar al Darwen y en fundar la British Football, la cual defendía la profesionalización del fútbol. Así pues, tras la inicial oposición de que los jugadores cobraran por jugar y de que los clubes ficharan a aquellos que entendieran que reforzarían el juego del equipo, la Football Association acabó aceptando esta premisa.
Este brevísimo apunte histórico sirve para identificar el germen del fútbol moderno, y lo que se puede ver actualmente no es más que la evolución de aquello. No obstante, este modo de actuar ha construido un fútbol en el que los recursos económicos son los que determinan, casi exclusivamente, la gloria de un club. Aunque cualquier entidad deportiva debe ser rentable, en ocasiones se produce una tremenda desigualdad. Observemos las ligas profesionales de varios países europeos: la liga española ha sido 32 veces ganada por el Real Madrid y 21 por el Barcelona; la Premier inglesa 12 veces por el Manchester United, y 3 por el Arsenal y el Chelsea; mientras que la liga italiana ha sido conquistada en 21 ocasiones por la Juventus, y 14 por el Milán y el Inter de Milán; por último, la liga francesa (quizá la más igualada de las cuatro) fue ganada en 10 ocasiones por el AS Saint-Étienne (aunque no gana desde el 81), mientras el Olympique de Marsella se ha alzado victorioso en 9 ocasiones, el Nantes en 8, y el Mónaco y el Olympique de Lyon en 7 de ellas.
Es obvio que existe un notable desequilibrio en lo deportivo, siendo España el caso más acuciante de los 4. ¿Tanta diferencia existe entre el juego de los madrileños y barceloneses respecto de sus compatriotas de otras regiones? Pues sin menospreciar la calidad de los jugadores de Madrid y de Barcelona sabemos que la razón no es esa. En un momento determinado estas dos entidades acumularon unos recursos muy superiores al resto y, dada la tendencia de que un buen patrimonio, bien administrado, multiplica sus ganancias, estos dos clubes se convirtieron en los más poderosos de la categoría. Gracias a este poderío el Madrid, entre otros fichajes, se pudo permitir pagar 96 millones de euros por Cristiano Ronaldo y 65 por Kaká. El Barcelona, mientras tanto, destinó 66 millones de euros por Ibrahimovic y 40 por David Villa. Se está hablando de que, en ambos casos, se pagó más de 100 millones de euros por dos hombres. Para poder apreciar hasta qué punto es patente el agravio, es posible destacar que, por ejemplo, el fichaje más caro de la historia del Valencia (otro equipo que cuenta con un patrimonio nada desdeñable) fue el de Joaquín por la cifra de 25 millones de euros.
El precio de los futbolistas se calcula en base a su rendimiento, por el contrario el valor de cada uno de ellos es totalmente subjetivo. Antonio Machado diría aquello de que “es de necios confundir valor con precio”. Es duro que pongan precio a una persona, como se le puede poner a una mesa, o a una antigüedad que pueda ser codiciada por coleccionistas. A pesar de ello, los futbolistas se dejan querer (y comprar) a cambio de fama, coches y casas de lujo. Y esta forma de gestionar el fútbol que desequilibra la liga no termina aquí. Los clubes con más recursos no solo son mejores porque pueden fichar más estrellas, sino porque aprovechan mejor su cantera. Con ello no estoy diciendo que no haya aproximadamente la misma cantidad de buenos jugadores en Extremadura, Aragón y Andalucía, por poner un ejemplo, que en Madrid y Cataluña; sino que el Real Madrid y el Barcelona tienen mayores medios para espolear el potencial de estas promesas. Tendrán mejores escuelas de fútbol, mejores instalaciones, más ojeadores, más personal técnico y, sobre todo, se asegurarán de que ningún otro club se haga con los servicios de alguna de sus estrellas ascendentes.
Por tanto, en el fútbol se ha instaurado una especie de bipartidismo en el que nadie, en términos absolutos, puede rivalizar con el Madrid o el Barcelona. Lo ideal sería que cada club tuviera su propia cantera y que trabajara en ella, y que a lo sumo pagara un pequeño salario a sus jugadores (quizá limitado por ley) para poder evitar el efecto mercenario en este deporte. Esto es importante también por la cuestión de la identidad. En los orígenes del fútbol, que se saben mayoritariamente obreros, este aspecto era importante. Antes, en Inglaterra, los partidos se disputaban entre fábricas de la misma localidad, por lo que la adscripción a un equipo u otro dependía de donde se trabajaba.
Asimismo, en ese país era posible apreciar otros elementos identitarios de relevancia, tales como la nacionalidad (escoceses, galeses) y religiosos. Sin embargo, ¿cómo es posible que una persona que viva en Madrid pueda identificarse en términos lógicos (no pasionales) con el Real Madrid? No creo que el equipo dé trabajo, ni siquiera, a una minoría de sus seguidores. A su vez, es difícil que exista una cuestión de identidad territorial, pues en la actualidad[1] solamente Casillas, Nacho y Morata son jugadores que nacieron en Madrid. ¿Tendría acaso sentido, dado que el Real Madrid tiene jugadores de todas partes del mundo, que fuera el equipo con el que se identificaran las personas más cosmopolitas?
Evidentemente, el “ser” de un club de fútbol, responde exclusivamente a motivos pasionales[2]. Hay que señalar, cuanto beneficia esto a la actual industria futbolística, porque sin esta competencia, entre las hinchadas de los equipos que se enfrentan, este deporte no sería tan rentable. ¿Cuáles serían las cifras de visionado sin este elemento? El hecho de poder ver en directo la victoria de “tu” equipo es casi tan satisfactorio como contemplar la derrota del rival, sobre todo cuando se trata de un rival directo. Es el ejemplo perfecto de la canalización de la violencia; el campo de juego es una metáfora del campo de batalla, en donde el entrenador, que equivaldría al estratega o general en la guerra, dispone a sus hombres en una formación que debe ser capaz de perforar la portería rival, lo que podría compararse a conquistar territorio enemigo; así como de tener una retaguardia efectiva que corte cualquier balón, es decir una Línea Maginot. En una guerra, los motivos de adscripción a un bando u otro son más claros, pero ésta aunque a menudo sea un conflicto entre élites necesita al pueblo para combatir y apoyarla.
El fútbol actual también necesita de todo esto. Y lo necesita porque los clubs mantienen un nivel de gastos tan altos que requieren de toda una maquinaria que no deje de ingresar dinero. Una maquinaria que la propia liga de fútbol potencia, a la vez que dirige, como si fuera una enorme empresa que solo busca obtener el máximo dinero posible. Ahora hay que pagar por ver, y no es casual la elección, los partidos de los dos equipos que mayores pasiones (y odio) despiertan. Además, la liga de fútbol lleva por nombre la de un conocido banco. Los jugadores son mercancía, pero a la vez son encumbrados a ídolos mundiales porque de su acierto depende que el ego del seguidor de un equipo alcance el éxtasis o sea ridiculizado. El fútbol otrora tenía unos valores muy distintos y la identificación con los clubes respondía a otras causas. La competición era más sana, pero no por ello menos intensa. Ahora, sin menospreciar la enorme calidad y entrega de algunos hombres, el perfil que abunda es el del jugador – mercenario, para el que, a menudo, la conquista de un nuevo título solo sirve para engrosar su palmarés individual.
Evidentemente, el “ser” de un club de fútbol, responde exclusivamente a motivos pasionales[2]. Hay que señalar, cuanto beneficia esto a la actual industria futbolística, porque sin esta competencia, entre las hinchadas de los equipos que se enfrentan, este deporte no sería tan rentable. ¿Cuáles serían las cifras de visionado sin este elemento? El hecho de poder ver en directo la victoria de “tu” equipo es casi tan satisfactorio como contemplar la derrota del rival, sobre todo cuando se trata de un rival directo. Es el ejemplo perfecto de la canalización de la violencia; el campo de juego es una metáfora del campo de batalla, en donde el entrenador, que equivaldría al estratega o general en la guerra, dispone a sus hombres en una formación que debe ser capaz de perforar la portería rival, lo que podría compararse a conquistar territorio enemigo; así como de tener una retaguardia efectiva que corte cualquier balón, es decir una Línea Maginot. En una guerra, los motivos de adscripción a un bando u otro son más claros, pero ésta aunque a menudo sea un conflicto entre élites necesita al pueblo para combatir y apoyarla.
El fútbol actual también necesita de todo esto. Y lo necesita porque los clubs mantienen un nivel de gastos tan altos que requieren de toda una maquinaria que no deje de ingresar dinero. Una maquinaria que la propia liga de fútbol potencia, a la vez que dirige, como si fuera una enorme empresa que solo busca obtener el máximo dinero posible. Ahora hay que pagar por ver, y no es casual la elección, los partidos de los dos equipos que mayores pasiones (y odio) despiertan. Además, la liga de fútbol lleva por nombre la de un conocido banco. Los jugadores son mercancía, pero a la vez son encumbrados a ídolos mundiales porque de su acierto depende que el ego del seguidor de un equipo alcance el éxtasis o sea ridiculizado. El fútbol otrora tenía unos valores muy distintos y la identificación con los clubes respondía a otras causas. La competición era más sana, pero no por ello menos intensa. Ahora, sin menospreciar la enorme calidad y entrega de algunos hombres, el perfil que abunda es el del jugador – mercenario, para el que, a menudo, la conquista de un nuevo título solo sirve para engrosar su palmarés individual.
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