La creencia de que la soberanía puede ser representada, implicó el primer paso para la creación de una clase política. En contraposición a esa idea, podemos observar la política en la antigua Atenas. En la polis existían políticos pero era difícil concebirlos como una clase porque la mayoría de los cargos eran elegidos por sorteo, salvo los que podían requerir ciertas características específicas para ejercer el puesto con mayor autoridad. El sorteo tiene la ventaja de que sitúa en el mismo plano a todos, por lo que destierra la desigualdad que nace de los diferentes recursos disponibles por los candidatos en la actualidad. Asimismo, la rotación de los cargos públicos en Atenas impedía cualquier enquistamiento que pudiera dar como resultado una casta. Precisamente, esas dos características no existen en los actuales regímenes.
En los sistemas políticos occidentales, se parte de la premisa que mediante el procedimiento electoral los gobernantes obtienen la legitimidad para actuar en nombre de los representados. Pero, ¿cuál es el origen de esta fórmula? Albert Noguera Fernández, doctor en Ciencias Jurídicas, nos recuerda que la representación política tiene su origen en los bosques de la antigua Germania, cuando se concebía al pueblo como una masa ignorante que debía ser representada. Mientras, en la República de Roma, se entendía que el poder era indelegable, por lo que la figura utilizada era la del mandato. En el derecho privado, el mandato es un contrato por el cual el mandante ordena al mandatario que ejecute, en su nombre, acciones concretas, pero sin que en ningún momento el mandatario se apropie de la voluntad del mandante. En cambio, la representación implica que el representante decida por el representado, a quien se le presupone incapacitado, o al menos menor de edad.
En los sistemas políticos occidentales, se parte de la premisa que mediante el procedimiento electoral los gobernantes obtienen la legitimidad para actuar en nombre de los representados. Pero, ¿cuál es el origen de esta fórmula? Albert Noguera Fernández, doctor en Ciencias Jurídicas, nos recuerda que la representación política tiene su origen en los bosques de la antigua Germania, cuando se concebía al pueblo como una masa ignorante que debía ser representada. Mientras, en la República de Roma, se entendía que el poder era indelegable, por lo que la figura utilizada era la del mandato. En el derecho privado, el mandato es un contrato por el cual el mandante ordena al mandatario que ejecute, en su nombre, acciones concretas, pero sin que en ningún momento el mandatario se apropie de la voluntad del mandante. En cambio, la representación implica que el representante decida por el representado, a quien se le presupone incapacitado, o al menos menor de edad.
De esta manera, florecen elementos de distanciamiento entre esos “representantes” y sus “representados”, y una vez éste se ha producido lo demás llega casi de una manera natural. Pero, ya que estoy usando un concepto marxista, como es la clase, trataré de relacionarlo con los principios del filósofo alemán. Para el marxismo, la posición que ocupa una persona, en la cadena de producción, es clave para determinar si pertenece a una clase (capitalista o propietario de un medio de producción) o a otra (asalariado o vendedor de su fuerza de trabajo). Por tanto, la diferencia no radica exclusivamente en las riquezas que alguien pueda tener, sino en la posición social que ocupa, lo que le hará ver la sociedad de una manera u otra. Es decir, la posición social que ocupaba una persona configuraba un modo concreto de pensar, que chocará con los intereses de las personas de otra posición social.
A tenor de lo dicho anteriormente, yo me planteo: ¿Es un elemento suficientemente diferenciador el construido por la relación representantes – representados? Sí, porque sitúa a los llamados representantes en un enclave común, pues van a ser los únicos que tienen la posibilidad de votar las normas que regirán la vida de “sus” representados. Ese privilegio, que los diferencia de cualquier otro ciudadano, adscribe a los políticos a una casta que se encargará de moldear sus percepciones, que encajarán con su pertenencia a ese grupo.
A su vez, hay más privilegios que acaban de posicionar a los políticos con su clase, a saber: sueldos abultados, coches oficiales, dietas por desplazamiento, etc. Sin olvidar la figura del suplicatorio, según la cual se exigirá la conformidad de la Cámara para que cualquier diputado sea procesado por un delito que no haya sido flagrante. A pesar de que el suplicatorio tiene una utilidad determinada, no deja de ser un privilegio. No obstante, hay que señalar también esos otros privilegios que alcanzan a los políticos que trabajan en ámbitos locales, pues hay concejales de ayuntamiento que cobran por el mero hecho de asistir a plenos y a comisiones. En este campo, y bajo las premisas de los sistemas políticos actuales, la única figura que es posible justificar es la del político liberado, siempre que éste tuviera un oficio y el salario que percibiera fuera austero, porque sin ella solamente podrían dedicarse a la política los ricos.
Estas características sitúan a los políticos en un mismo plano, en el que los aspectos que comparten, así como su posición de representantes, acaba implicando que sea más lo que les une que lo que les separa. Así pues, todo ello confluye en la forja de su identidad, que no pueda ser otra que la de político. Con todo ello no pretendo caer en el tópico de que todos los políticos son iguales, pero es inevitable el hecho de que comparten una serie de prerrogativas que los colocan en una posición exclusiva. Ello acaba teniendo como resultado que la pertenencia a la clase política sea algo que les trascienda y, por tanto, pertenecerán a ella lo deseen o no.
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