“Porque, digámoslo de una vez, la cuestión de la enseñanza es cuestión de
poder; el que enseña, domina; puesto que enseñar es formar hombres, y hombres
amoldados a las miras que los adoctrinan”[1]
Esta pragmática
y honesta declaración pertenece a Antonio Gil de Zárate, quien, durante parte
del siglo XIX, fue director general de Instrucción Pública. Él elaboró el plan
que siguió el ministro Pedro José Pidal, para desarrollar la reforma educativa
liberal (moderada) de 1845, la cual fue conocida como Plan Pidal. Esta reforma
se caracterizó, básicamente, por lo mismo que el resto de reformas acometidas
durante la Década Moderada, es decir tanto por su imprenta moderada como por su
espíritu centralizador.
La nueva
reforma educativa del ministro Wert, apunta en esta misma dirección, ya que el
Estado se reservará una cuota de control mayor en los temarios desarrollados en
las distintas comunidades autónomas. Esta cuota, exactamente, alcanzará el 65%
del temario, en comunidades que gocen de lengua cooficial, mientras ésta
aumentará hasta el 75% cuando no sea así. Se trata de un incremento del 10% en
el control por parte del Estado. Asimismo, aunque no sea el tema del artículo, tampoco
conviene dejar de señalar las subvenciones que se preparan para colegios que
segregan a los alumnos en función de su sexo, lo que claramente se encuentra en
sintonía con ideas de otros tiempos. A pesar de ello, Wert se apresuró a
destacar que esta reforma “no es, en modo alguno, ideológica”. Estimado
ministro, permítame dudar que no lo sea, y permítame dudar de que un gobierno
no aproveche la educación tal y como haría Gil de Zárate.
Sin embargo,
hay un aspecto que no se menciona habitualmente, como es la relación entre la
educación, y el Estado y la nación. Evidentemente, si es el Estado quien asume
casi en exclusiva la educación, cediendo ésta lo mínimo a otras entidades
territoriales menores, solo puede suponer una forma centralista de concebir a
la Administración. Mientras que, los centros privados tampoco suponen
contrapeso alguno, pues orientados, por lo general, al ánimo de lucro, aceptan
sin remilgos las directrices políticas impuestas por el Estado. El resultado es
una educación que mantiene grados de homogenización en todo el territorio
estatal, lo que, además de conseguir un adoctrinamiento generalizado como
esperaba Gil de Zárate, logrará imbuir los mismos elementos culturales en la
mayoría de su población. Unos elementos culturales que, junto a una serie de
valores, moldearán un ideario colectivo para que la ciudadanía se sienta en
armonía con la identidad nacional promocionada por el Estado. Además, por otra
parte, se imbuyen unas directrices destinadas a que no se cuestione la
autoridad política ni tampoco, lógicamente, al propio Estado.
Por ese motivo,
una reforma educativa de este calado, y dirigida en estos términos, cumple,
entre otros muchos objetivos, el que acaba de ser señalado. No obstante, a
menudo este hecho se olvida; y nadie se pregunta cómo es posible que existan
asignaturas como “Historia antigua de España”, cuando España, como tal, no
existía en la Antigüedad. Ese uso instrumental de la educación por parte del
Estado, fue también observado, de un modo histórico, por Álvarez Junco, quien
además advirtió la cuestión de la lengua:“A la vez, por medio de un sistema
educativo generalizado, en muchos casos estatal, justificado en
principio por la necesidad de combatir el analfabetismo, impusieron la
lengua adoptada por el Estado como oficial, haciendo desaparecer los dialectos
locales o los idiomas hablados por los inmigrantes, y grabaron en las tiernas
mentes infantiles que el sacrificio por la patria constituía una actitud
moral superior al egoísmo individual”[2].
Y es que la lengua
oficial utilizada por el Estado, en este caso el castellano, puede también
recibir un significado político – romántico, y relacionarse, de esta manera,
con la identidad nacional española. Por ello, cuesta encontrar una reforma
educativa “neutral” o desideologizada. La que ha ocupado estas líneas es
claramente conservadora; la de Zapatero contenía matices ideológicos evidentes,
pues la asignatura de educación para la ciudadanía (por muy bienintencionada
que pudiera ser) transmitía valores políticos constitucionales y de carácter
progresista; asimismo, por ejemplo, la educación como es concebida en algunas
comunidades autónomas no se encuentra, ni mucho menos, exenta de carácter
político y, como bien sabemos, de contenido identitario. Quizás sea hora de reclamar
la paideia, el ideal de educación de
los antiguos griegos, como método para una enseñanza libre.
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