Escribo estas palabras, consciente que sobre este tema ya se han vertido muchos litros tinta. Sin embargo, la problemática o el conflicto continúan sin resolverse. Los independentistas y los unionistas, ahora autoproclamados “constitucionalistas”, siguen enfrascados en una disputa que parece no tener fin. Hay que ser sinceros: el movimiento independentista no va a desaparecer de la noche a la mañana, entre otras cosas porque lleva entre nosotros mucho más tiempo del que creemos. Puede ser que el actual independentismo sea relativamente reciente, pero el nacionalismo catalán convive con el español desde hace aproximadamente un siglo.
En consecuencia, hay que ser prácticos, ¿qué soluciones hay sobre la mesa? Principalmente dos, la favorable a la proclamación de la República Catalana y la que defiende con vehemencia que España no puede “romperse”. Al respecto, las naciones no dejan de ser construcciones históricas y, por lo tanto, deben saber adaptarse, sin que ello suponga ningún drama. Es decir, si en algún momento se declarase la independencia de Cataluña tendríamos que asumirla con naturalidad. No obstante, para evitar ese escenario la derecha se escuda en la Constitución, sencillamente porque ahora le conviene, dado que la Carta Magna en su artículo segundo proclama que ésta «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Un artículo muy conveniente para los que anteponen España a todo.
Sin embargo, cambiar ese artículo segundo, al pertenecer al Título Preliminar exigiría la reforma del artículo 168, que es verdaderamente complicada. Por esa razón hay otras propuestas como la reforma del Estatuto de Autonomía Catalán. Con todo, esa vía dejaría fuera al resto de regiones. Así pues, ¿por qué no plantear la reforma del Título VIII de la Constitución? Esto podría acometerse mediante una reforma ordinaria del 167. Dicho título, que lleva por nombre De la organización territorial del Estado, en su primer artículo (el 137) establece que el «Estado se organiza territorialmente en municipios, provincias y Comunidades Autónomas». Asimismo, también explica como, en su momento, las distintas regiones podían acceder a este régimen de autonomía, mientras que sus artículos 148 y 149 determinan las competencias que pueden asumir las Comunidades Autónomas y las que pertenecen en exclusiva al Estado.
Por consiguiente, si se llevara a cabo una reforma ambiciosa de este título, podría acercarse mucho más a un Estado federal. Es cierto que el español no es un sistema excesivamente centralista, pero el sistema federal estadounidense abarca mucho más. En el país norteamericano cada estado tiene su propia guardia nacional (un pequeño ejercito) y también su propio Código Penal (por lo que en algunos estados no se contempla la pena de muerte). De hecho, se permiten singularidades como el paradigmático caso de la democracia participativa de California o que Nebraska tenga un sistema unicameral, en vez del bicameral que tienen el resto de estados. Esos elementos son impensables en el régimen autonómico español.
Ahora bien, no debe caerse en el simplismo, ya que si se reformara el Título VIII obligaría a cambiar muchas normas, como la Ley de Bases de Régimen Local, la LOREG o incluso replantearse el papel del Senado. Pese a todo, es necesario ampliar las competencias de las regiones del Estado español, aunque sin abandonar el razonable criterio de que hayan unos principios federales que sean comunes a todas estas regiones. Además esta reforma no supondría contradicción alguna con el artículo segundo. Por otro lado, es importante cambiar el nacionalismo español actual, de corte reaccionario, por otro más inclusivo y comprensivo con las distintas sensibilidades que habitan en su territorio. La nación que actualmente cuenta con un Estado, o sea España, no debe temer que existan otras naciones que, mediante una estructura jurídico-política concreta, obtengan más competencias que las que tienen ahora las Comunidades Autónomas. Es bueno cambiar la Constitución cada cierto tiempo para adaptarla a un escenario político que es cambiante, puesto que hay muchos artículos que necesitan ser revisados. Esto también le hace ganar legitimidad, en consonancia con aquel principio del consentimiento de los gobernados que enunció Thomas Jefferson. En este sentido, el mayor escollo es que cambiar el Título II (De la Corona) exigiría la reforma agravada del 168.
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