En una época en la que nuestros sentimientos son excitados continuamente, se ha auspiciado el comercio a sacra categoría, se ha convertido en el incuestionable dogma de fe que parece guiar nuestros destinos, sobre el sendero, bien determinado, del libre mercado. En la actualidad existe un mercado omnímodo que se desarrolla sobre un vasto e inabarcable terreno. En dicho terreno se nos dice continuamente que somos libres de explorar a nuestro antojo y disposición. Es decir, que queda en el deseo de cada cual adentrarnos en los pasajes de la libertad económica que se nos propone desde el mercado, para adquirir, si así lo deseamos, cuantos bienes queramos.
Se dice que el librecambismo puso a nuestra disposición todo tipo de bienes de consumo. Si estos bienes los adquirimos libremente, conforme a lo que realmente deseamos, hablaremos de una gran libertad, que por qué no decirlo, se trata de uno de los baluartes de la democracia liberal. Aunque, si por el contrario la voluntad que nos mueve para conseguir esos bienes fuera motivada por alguna posible injerencia externa, la cual no naciera en nuestro estricto deseo de satisfacer necesidades, estaríamos hablando de una especie de ente que influiría en nuestros instintos, en los cuales nos creemos libres. He ahí el punto álgido de la cuestión
Es por tanto, objeto de este humilde análisis el comprender si los impulsos que nos mueven a adquirir determinados bienes nacen realmente en nosotros, o si por el contrario dichos impulsos son creados artificialmente en algún lugar y luego meramente transportados, mediante varios vehículos hacia el centro de nuestro pensamiento, hallándose por tanto superpuestos.
Vida en sociedad, primer cauce de influencia
Hay que partir de la premisa que la vida en sociedad implica, forzosamente, que nuestros deseos se vean moldeados en parte, tanto por nuestra relación con el ambiente como con las demás personas. El intercambio de experiencias entre seres humanos implicará que nuestras percepciones respecto de las cosas, y por ende nuestros deseos, puedan transformarse, evolucionar o sencillamente cambiar. Ello es natural, es evidentemente fruto de la vida en sociedad, por lo que solo una persona aislada por completo de los demás podría ser un sujeto, cuyas necesidades, nacieran completamente en él, de lo que el creyera necesitar realmente, sin interferencias de ningún tipo.
Se deduce inmediatamente que, por lo menos, algunas de nuestras necesidades nacen inevitablemente en el seno de la vida en comunidad, no hasta el punto que la entendían los atenienses de antaño, pero aún así la existencia de ésta influye decisivamente. Pero, esto no es algo reprochable en absoluto. Primero, porque existen necesidades que son comunes, y el hecho de desconocerlas no significaba que no estuvieran presentes, por lo que el contacto con los demás sencillamente sirve para descubrir lo que, en realidad, ya existía. En segundo lugar, se halla inscrito en nuestra propia naturaleza humana que tendemos a desear, al menos en parte, lo que no tenemos, y pueda poseer otra persona. Sin embargo, no se podría hablar de dominación de nuestros sentidos, porque suele ser algo recíproco e inconsciente entre las distintas personas el poder generar en los demás ciertos deseos ajenos a los suyos propios. Para poder hablar de dominación se requiere que el que ejerza la posición de dominador no pueda verse arrastrado por las mismas excitaciones que despierta en los demás, y por supuesto que haya una intencionalidad clara de dominar.
Mercado, empresa y ejecutivos
Aclarado lo anterior, se debe continuar el análisis, intentando estudiar el mercado como ente abstracto, porque éste si puede cumplir los requisitos que era imposible asignar al resto de las personas de la comunidad. Debido a que el mercado como ente no físico puede influir en los demás sin verse arrastrado por ninguna pasión, porque obviamente no las tiene.
Por no faltar a la verdad si que conviene recordar que lógicamente ese mercado será dirigido, a su vez, por alguien o algo. Porque si el mercado es un ente sin pasión, también lo será sin voluntad, y por lo tanto es imposible que incite, por si solo, a las demás personas a llevar a cabo cualquier acto, a pesar de que resulta el vehículo idóneo.
Por ende, el siguiente aspecto sobre el que conviene arrojar luz sería si existe alguien o algo que dirige el mercado, y si ese alguien o algo tiene intereses clave, y cuales serían dichos intereses. Existen indicios sensatos de que el mercado puede llegar a, eso que a muchos les gusta decir, autorregularse, pero de ninguna manera a autodirigirse ¿Qué hay en el mercado? Productos y bienes de consumo, cuyo precio ha sido fijado por la llamada ley de la oferta y la demanda. Y esos bienes ¿Por quienes son suministrados al propio mercado? La respuesta tampoco entraña mayor dificultad: por las empresas que los crean. Ergo, si existe un escenario que permite situar en su espacio productos, y si las empresas aprovechan dicho escenario para colocarlos es porque efectivamente quieren y pueden hacerlo.
“En toda acción libre hay dos causas que concurren a producirla: la una moral, o sea la voluntad que determina el acto; la otra física, o sea la potencia que la ejecuta. Cuando camino hacia el objeto, necesito primeramente querer ir, y en segundo lugar, que mis pies puedan llevarme.”[1]
El párrafo de la obra cumbre de Rousseau sirve para ilustrar la intencionalidad de las empresas, en primer lugar desean poner en disposición del público sus productos, y en segundo lugar disponen de los mecanismos adecuados para que así pueda hacerse. Pero, por supuesto, la intencionalidad guarda un fin lógico que es la obtención de lucro. Las empresas ponen los bienes en el mercado para que sean consumidos y así obtener dinero, esta dinámica, aunque suene a perogrullada, es la que posibilita el sistema económico imperante a nivel mundial.
Ahora analicemos, con más profundidad, lo que guarda dicha dinámica. Las empresas, que tampoco son entes físicos ponen voluntariamente en el mercado sus productos, con afán de lucro, porque así pueden hacerlo. Pero esta situación se produce porque las empresas (ahora si) son dirigidas por personas. Debe de quedar claro que me refiero a los miembros de un consejo de administración o a los presidentes de diferentes sociedades anónimas o de responsabilidad limitada, porque los asalariados de dichas sociedades tienen como fin trabajar para obtener su sueldo. Por lo tanto, dichas personas, llamémosles “ejecutivos”, son, en última instancia, los verdaderos representantes de las intenciones de las empresas. Aquellas características humanoides que asigné a las empresas radican realmente en las personas que las dirigen. Estos ejecutivos utilizan a las empresas y al mercado, entes sin voluntad, como meros vehículos conductores de sus intereses, intereses que para ser satisfechos necesitan de la complicidad del resto de la comunidad, es decir que sus bienes sean adquiridos. Por lo que se deduce que para la consecución de sus fines, que es el afán de lucro, necesitan influir en las demás personas para que éstos piensen que deben adquirir sus productos, y además pagar el precio que el mercado fije por ellos.
Tras esta breve descripción se apreciarán intereses que pueden motivar una presunción de pretender dominar la voluntad de los demás, para hacer nacer en ellos una necesidad hacia el producto en cuestión. Por lo que se cumple el primer requisito para ejercer la dominación, que es la intencionalidad de dominar. Estas personas que se encuentran en puestos clave en las empresas también tienen sus vidas en comunidad, como también intercambian vivencias con las demás personas. Obviamente no son “inmunes” a las pasiones y emociones humanas, pero la posición laboral que ocupa en la escala de producción y distribución de bienes le ha ayudado a crear una conciencia perfectamente sólida y formada respecto al mercado y su funcionamiento. Del mismo modo que el abogado no analizará un divorcio igual que el resto de personas; o un médico puede no ver igual ciertos hábitos de vida; o un arquitecto al ver una construcción no verá lo mismo que los demás. A tenor de estos ejemplos se deduce que los ejecutivos, por la posición que ocupan y la formación que adquirieron en ella, si tendrán relativa ventaja a la hora de analizar ciertos mecanismos de mercado.
Los ejecutivos son quienes controlan, no estudian, al menos casi en su totalidad, al mercado. Por lo que en ningún caso se verán arrastrados por las mismas pasiones que despertarán (con su oficio) en los demás.
Indicios
El hecho de que existan las condiciones objetivas de algo, no significa que forzosamente tenga que suceder. Pero, es importante señalar que si existen las circunstancias para que se produzca, ello podría acontecer en cualquier instante, si es que no está sucediendo ahora.
A pesar de ello, todo estudio serio debería aportar, al menos, indicios que apunten en una u otra dirección, para comprobar si existe, a día de hoy, una manipulación de nuestras necesidades a la hora de adquirir determinados productos. O por el contrario, si realmente nosotros deseamos algo es porque así lo hemos decidido, sin ninguna intromisión en el proceso de configuración de nuestras necesidades.
Evidentemente, no me refiero a necesidades estrictamente básicas o biológicas, sino entendiendo necesidad como deseo de satisfacer algo para sentirnos mejor. Interesa al análisis si la necesidad, por ejemplo de adquirir un coche nace realmente porque nosotros queremos ese coche, o si son otros los que han hecho que deseemos ese coche, aún cuando no lo necesitemos.
Para continuar habrá que tener en cuenta que cada persona desea cosas diferentes, y es que en ocasiones nos resulta imposible de asimilar como alguien puede querer determinado objeto, que a nosotros no nos llama la atención en absoluto. Esto si puede indicar que si cada cual desea diferentes productos, es porque solo en nuestra mente pueden nacer nuestras necesidades, ya que son diferentes. Si esto no fuera así todos uniformemente desearíamos las mismas cosas y esto, es justo reconocerlo, no sucede. Existen infinitos parámetros configuradores de nuestra personalidad, y por ende, de nuestros deseos. Pero, también existen varios segmentos de población que pueden dividirse atendiendo, por ejemplo a la edad o el sexo. Eso precisamente hace imposible que todos deseemos por igual las mismas cosas. Ese el principio de la base, si existen diferencias palpables en los diferentes grupos de población, sería misión imposible intentar que todos desearan lo mismo.
Pero, si escogemos un segmento de población con características semejantes si que se puede apreciar, que no solo sus costumbres son parecidas, sino también los productos que consumen. ¿Es fruto de la casualidad que casi toda la población de unas determinadas características consuman la misma bebida, o disfruten de su ocio electrónico en las mismas videoconsolas? En estos casos, como en todos los demás, lo primero que debería de plantearse es si existen alternativas suficientes que pudieran colmar esos deseos. En el caso de que así fuera, habría que atender al porqué en un amplio segmento de población unos determinados productos son infinitamente más consumidos que otros. ¿Qué diferencia, única y exclusivamente, los productos más vendidos de los demás? La respuesta, a priori, es sencilla: la publicidad.
La publicidad
La publicidad es resultado directo del sistema económico imperante a nivel mundial. Es un dato conocido que la acumulación de riqueza es el fin supremo del capitalismo. Para ello son primordiales unos ritmos de producción altos que produzcan el máximo número de productos al mínimo coste posible. Con el objetivo de que esos productos les proporcionen el mayor beneficio, para ello, a través del mercado, habrá que vender el mayor número de ellos. Es aquí donde se hace patente la necesidad de publicidad.
La publicidad tiene como función el dar a conocer a la sociedad los productos que se hallan en el mercado. Sin embargo la publicidad no se limita a informar, sino que presenta los productos de una manera atractiva. Resulta una perogrullada decir que los mismos que fabrican dichos productos son quienes pagan la publicidad, sin embargo esto conocido hecho puede decirnos algo más de lo que a simple viste se puede apreciar.
Supongamos por caso de que la publicidad tuviera la función aséptica de mostrar a la gente los productos que hay en el mercado. Podría encargarse de ello una especie de agencia única que mostrara todos los productos de una manera objetiva, haciendo mención a sus características y sin adornar los anuncios con personas bellas, músicas pegadizas o ingeniosos eslóganes. Si así fuera tendríamos una publicidad que se limitaría a publicitar, valga la redundancia, los productos, en el más sentido estricto de la palabra. Pero hoy en día la publicidad no es esto.
El hecho de que sea el productor quien paga su propia publicidad, unido a su fin de obtener lucro, ha construido un determinado tipo de publicidad. La cual mostrará su producto como el mejor, o intentará hacer creer que es de necios no haber adquirido uno de ellos aún. Todo ello acompañado de una inteligente trama o de una música que recordará indudablemente su producto, que además no se podrá dejar de tararear por donde quiera que se vaya.
Se deduce, sin demasiado esfuerzo, que la publicidad tiene una intencionalidad clara de vender su producto, a pesar de que nosotros no lo necesitáramos. Por tanto se hace patente que existe bajo todo esto, por lo menos, un intento de dominación subliminal. Subliminal, en tanto en cuanto, la publicidad nos hace desear algo que sin ella (y todo lo que la concierne) no lo habríamos deseado. Ello se debe a que se estará dirigiendo parte de nuestra de voluntad hacia algo, sin que nos estemos dando cuenta.
Conviene por tanto entender publicidad en el sentido amplio de la palabra, incluyendo tanto anuncios como los demás mecanismos auxiliares, como cualquier campaña o promoción. La enorme cantidad de publicidad, cada vez mayor, demuestra como el sistema de libre mercado ha apostado por ella como el vehículo inexorable que lo acompaña allá donde quiera que vaya.
La publicidad (II)
Hay que decir también que la publicidad tiene infinitos brazos por donde actuar, no únicamente los anuncios clásicos en medios de comunicación. Se encuentra también el llamado marketing viral, el merchandising, o también la aparición de productos destacados en series de éxito, lo que construye una placentera imagen de cotidianidad.
Todo ello supone un bombardeo constante a nuestro pensamiento, del cual es difícil escapar. Día a día convivimos con la publicidad, haciéndose ésta un hueco entre nosotros con mucha elegancia y sutileza, tal saturación hace a veces que pase desapercibida a nuestra conciencia, no así a nuestro inconsciente. El ser humano crece y se moldea con los valores que imperan en la sociedad en la cual le ha tocado vivir, esto es lo que Emile Durkheim llamó los hechos sociales coercitivos. Porque a consecuencia de escuchar continuamente lo que está bien, frente a lo que está mal, nos impregnamos de esa noción especifica de bien y la hacemos nuestra, en clara confrontación a lo que nos han dicho que está mal.
Ello ha conseguido crear unos valores llamados universales y unas verdades que resultan difíciles de contradecir. Por ejemplo, a pocos occidentales podrán parecerles bien que las mujeres lleven burka, sin embargo aquellos que crecieron con valores diferentes pueden opinar justo lo contrario. Es precisamente esa misma constancia en la publicidad la que ha conseguido que alcance un grado de familiaridad altamente arraigado en, prácticamente, la totalidad de nuestro mundo. Sería imprudente descartar que pueda ejercer una influencia, al menos semejante, en nosotros a la de los hechos sociales. Empero, lógicamente su efecto no será la formación de una conciencia cívica, sino la construcción de una conciencia consumidora, es decir, con intención de consumir.
No pretendo comparar la influencia de la publicidad en la sociedad con la de los hechos sociales, pero es imposible de afirmar que ésta no se encuentra plenamente asentada en las mentes de las personas. Seguramente todos seamos capaces de recordar, casi textualmente, varios eslóganes de anuncios, mientras el intentar emular la misma hazaña con algunos artículos de la Constitución resultará, casi con toda seguridad tarea más complicada. Ello puede ser mérito de la publicidad, o error de la Constitución, o quizás sea motivo de no “publicitar” (entiéndase el significado de esta frase) suficientemente la Constitución. Sea como fuere la Constitución es la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico, en la cual se suponen plasmados los valores universales de nuestro Estado. Pero, quizás recordemos con más facilidad la canción del anuncio del “Cola Cao” que el artículo 14 que propugna la igualdad de todos los españoles ante la ley. O incluso también puede ser que nos resulte más sencillo recordar la imagen del anagrama de “Coca Cola” que la de la Puerta de Alcalá. Con estos pequeños ejemplos solo quería demostrar que, como anteriormente se ha mencionado, la publicidad se halla incrustada en las mentes de todos, a un nivel importante.
Recapitulemos; hasta entonces se puede deducir que la publicidad se crea por aquellos que desean vender productos en el mercado, que efectivamente esta publicidad tiene una intencionalidad, pero además se encuentra perfectamente situada en nuestra sociedad a un nivel muy, muy notable. No en vano los partidos políticos en campaña electoral, se promocionan mediante publicidad, al más puro estilo que un electrodoméstico común.
Por lo tanto, cada vez más se van apreciando todos los ingredientes necesarios para poder determinar que difícilmente un ciudadano podrá haber creado libremente sus necesidades o al menos buena parte de ellas. Albert Einstein a tenor de la manipulación mediática sentenció lo siguiente:
“(…) bajo las condiciones existentes, los capitalistas privados inevitablemente controlan, directamente o indirectamente, las fuentes principales de información (prensa, radio, educación). Es así extremadamente difícil, y de hecho en la mayoría de los casos absolutamente imposible, para el ciudadano individual obtener conclusiones objetivas y hacer un uso inteligente de sus derechos políticos.”[2]
No es objeto de este artículo el analizar la manipulación mediática. Pero, el hecho de que una mente tan brillante como la de Einstein advirtiera que el ser humano cuando recibe grandes dosis de información tratada, con una intención definida, (como es también la publicidad) le entraña de alguna manera dificultad para poder llevar a cabo pensamientos objetivos, sirve para ladear definitivamente la balanza hacia la idea de que semejante bombardeo publicitario no solamente se limita a informar o a mostrar las bondades de ciertos productos, sino que, probablemente, llegará a influir en la conformación de necesidades de las personas.
Un ejemplo de electrónica doméstica
Llegado a este punto, se puede extraer que condiciones y motivos hay de sobra para poder afirmar que si puede existir una dominación subliminal por parte del mercado hacia las personas. Que la pregunta que se planteaba al principio se decanta hacia la respuesta de que los deseos que nos impulsan a adquirir, al menos ciertos bienes, no nacen en nosotros. No es necesario nombrar de nuevo la retahíla de reflexiones que fueron plasmadas en el texto, lo interesante, por el contrario es aportar nuevos datos.
El caso de la imposición de los televisores finos frente al tradicional más grueso, podría ser un buen ejemplo para ilustrar como sustituimos sin pensar nuestros viejos televisores por los modernos, más finos. Sin cuestionar, si quiera, si el cambio sería para mejor. Eso puede ser a consecuencia, probablemente, por los miles de anuncios que pregonaban las infinitas virtudes de estos nuevos equipos.
Hoy en día nadie, o casi nadie, tiene ya en su hogar televisiones de tubos de rayos catódicos (CRT), es decir las gruesas. Son las pantallas de cristal liquido (LCD), las finas, las que han ocupado nuestros hogares, en muy poco tiempo y con suma facilidad.
Se puede afirmar que esto no es más que mera renovación tecnológica, que un LCD aporta mayores ventajas que un CRT, como así demuestra su menor consumo eléctrico, lo cual es en realidad un dato importante. Aún así, la diferencia de consumo no es tan alta como para justificar toda una producción en masa de estos nuevos aparatos, o el coste del tratamiento de los residuos provenientes de los CRT de los que la gente se habrá deshecho. Evidentemente el interés es otro.
Respecto a la calidad de imagen, mucho se ha dicho sobre la superioridad de los LCD, superioridad que no es en absoluto tan clara como se dice. La profundidad de los negros y el contraste que se consigue en los CRT, es superior al de los LCD, porque hay que recordar que la tecnología de tubos catódicos es una tecnología mucho más conocida. La única ventaja en el campo de la calidad de imagen del LCD frente al CRT es la mayor nitidez que aporta la alta definición, porque la alta definición se encuentra prácticamente estandarizada en los LCD. Sin embargo, es bastante desconocido que los últimos modelos de CRT fabricados fueron capaces de mostrar imágenes en alta resolución. Existen CRT que podrían competir con los LCD más avanzados, como los últimos CRT de tubo extraplano, que funcionan a 720p y a 1080i e incorporan además entrada HDMI.
No era mi intención reorientar el artículo hacia la discusión tecnológica, o hacer un versus CRT – LCD, pero tenía que aportar unos datos mínimos para justificar mi posición. Sin ventajas aparentes, más allá de ganar unos centímetros de espacio en el mueble, el LCD ha sustituido en tiempo record al CRT. A tenor de este ejemplo deberíamos plantearnos el porqué y si existe alguna intención.
Debemos partir de que existía un parque amplio de televisiones CRT, casi cualquier hogar tenía su televisión, y normalmente eran sustituidas cuando se estropeaban o cuando se tenía que amueblar una nueva casa. Ello dejaría de resultar rentable en algún momento para los grandes productores de televisores, y no tardaron en concluir que la introducción de un nuevo formato reactiva las ventas (tal y como se hizo con el DVD frente al Blu - ray). Se concluyó, por tanto, la necesidad de conseguir algo que justificara la sustitución del televisor, aunque en realidad no fuera necesario. Así de los avances de la tecnología, puesta a disposición de los intereses empresariales, debió nacer el LCD como pilar de relanzamiento de la industria audiovisual.
Se deduce, nuevamente, que existía una intención motivada por el lucro. Lo siguiente, fue tratar de convencer a la población de que debían de sustituir su “viejo” televisor CRT por el nuevo y “flamante” modelo LCD. Se recurrió a una campaña muy eficiente de publicidad y los resultados están a la vista de todos. Efectivamente, se concluye de que se creó una necesidad, cuya utilidad real es cuestionable, y que se acabó imponiendo en el ideario colectivo, para hacer creer necesaria la adquisición de los LCD y desplazar, por tanto a los CRT.
Conclusión
“Una ausencia de libertad cómoda, suave, razonable y democrática, señal del progreso técnico, prevalece en la civilización industrial avanzada.”[3]
Podría ser que Herbert Marcuse, uno de los adalides de la Escuela de Frankfurt, tuviera parte de razón en esa reflexión. Si estamos en nuestro sillón, bebiendo un refresco, comiendo unas patatas, y viendo un partido del deporte rey en nuestro LCD de 40 pulgadas, probablemente que exista, o no, una dominación puede no importar demasiado, al menos en ese momento. Podríamos decir que la falta de libertad que implica cualquier dominación, aunque sea subliminal ya que nos resta poder real de decisión, podría resultar, bajo estas condiciones, cómoda y suave.
Este escrito ha tratado de indagar sobre la libertad de consumo presente en el llamado libre mercado, y ha concluido que sutilmente nuestras necesidades, a pesar de que sean nuestras, en tanto en cuanto nosotros mismos buscamos satisfacerlas, no han sido generadas libremente en nuestro pensamiento, sino en esferas ajenas a él. Los deseos parecen, a veces, ser creados en laboratorios mercantilistas y llevados a nuestros pensamientos a través de varios vehículos que disimuladamente se asientan en nuestra sociedad y en nuestra conciencia, y sin que nos demos cuenta van moldeando nuestras necesidades.
Es una situación tan cotidiana el haber acabado comprando más de lo que se necesita. U otro supuesto típico: aquel que le sucede a las personas que después de haber realizado un desembolso importante en algún producto, se dan cuenta después de haber adquirido el producto, que no lo necesitaban como pensaban. Pero como supuso un desembolso sumamente importante en su momento, tratan de autoconvencerse de que se hizo bien, y la mejor manera para ello es exponer cara a los demás las bondades del producto adquirido, que probablemente serán las mismas que rezaba su publicidad.
Es costoso a día de hoy poder saber cuales son nuestras verdaderas necesidades, más allá de las vitales. Debe una profunda reflexión iluminar este dilema, porque tal y como afirma Marcuse, la respuesta la tenemos nosotros.
“En última instancia, la pregunta sobre cuáles son las necesidades verdaderas o falsas sólo puede ser resuelta por los mismos individuos, pero sólo en última instancia; esto es, siempre y cuando tengan la libertad para dar su propia respuesta. Mientras se les mantenga en la incapacidad de ser autónomos, mientras sean adoctrinados y manipulados (hasta en sus mismos instintos), su respuesta a esta pregunta no puede considerarse propia de ellos.”[4]
[1] ROUSSEAU, Jean – Jacques, El Contrato Social. Libro III, Capítulo I
[2] EINSTEIN, Albert. ¿Por qué socialismo?
[3] MARCUSE, Herbert. El hombre unidimensional. Capítulo 1
[4] MARCUSE, Herbert. El hombre unidimensional .Capítulo 1
No hay comentarios:
Publicar un comentario