Cesare Beccaria |
La teoría del contrato social sostiene que las personas hemos depositado una parte de nuestra libertad para que, mediante las leyes, obtengamos seguridad. Por consiguiente, el Estado, como materialización política de ese pacto, cuenta con el principio conocido como ius puniendi, el cual le permite sancionar aquellas conductas que atentan contra la seguridad de sus ciudadanos. De esta manera, cobra sentido la existencia de un Derecho Penal, que establece tanto la figura del delito como la de una pena aparejada al mismo. Sin embargo, este Derecho ha evolucionado en consonancia con el progreso de la humanidad. Este proceso ha desembocado en que actualmente haya conductas que ya no sean consideradas delictivas (como el adulterio), al mismo tiempo que se ha rebajado la intensidad y duración de las penas.
En consecuencia, los cambios nacidos de esa evolución, podrían englobarse en lo que se ha llamado el principio de humanidad de las penas. Ello ha dado lugar a que, la mayoría de los textos legales de los distintos países del mundo, fueran redactados tomando en cuenta esas premisas. En consecuencia, la Constitución Española, en su artículo 25.2 recoge que: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados». Este precepto es el mayor escollo legal para que se aplique la cadena perpetua en España. No obstante, la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico puede cambiar, o el resto de leyes pueden plantearse de tal modo que intenten sortear este tipo de trabas. En realidad, la negación de la cadena perpetua debe provenir de criterios útiles y morales.
En este sentido, es imposible no acudir a Cesare Beccaria quien, además de recordar como Montesquieu que toda pena que no derive de la absoluta necesidad es tiránica, nos ofreció argumentos muy a considerar en este campo. Beccaria era consciente que la pena, lamentablemente, no puede deshacer el delito cometido, por lo que ésta no debe atormentar al reo, sino impedirle causar nuevos daños; a la vez que, también debe intentar disuadir a los demás de cometerlos. ¿Esto qué implica? Establecer unas penas cuyo recuerdo perduren en los ánimos de las personas, pero que a la vez sean las menos dolorosas para el cuerpo del reo. Este planteamiento requiere de un equilibrio cuya búsqueda bien merece todo tipo de esfuerzos.
En el mismo orden de ideas, el filósofo italiano entendía especialmente útil lo que él llamó «la prontitud de las penas». Este recurso sostenía que cuanto menos tiempo transcurriese entre la perpetración del delito y la imposición de una pena, mayor impacto tendría ésta sobre la conciencia de las personas. El fundamento de esa idea se basa en que, para Beccaria, era necesario que se asociara el delito como causa y la pena como efecto necesario de la misma, dado que la unión de ideas es básica en el entendimiento humano de las cosas. Asimismo, también argüía que la crueldad de las penas no frenaba los delitos, sino que ello dependía del convencimiento de que éstas no iban a fallar. De hecho, le parecía más comprensible para la población, la conjunción de una pena relativamente suave, pero segura, antes que otra más severa pero de menor certeza.
El tiempo ha dado la razón a Beccaria, puesto que parece probado que una legislación penal más severa no garantiza per se una disminución de la tasa delictiva. No debemos olvidar, por tanto, que la legislación penal es la que se aplica cuando el resto de mecanismos ya han fallado. Consecuentemente, cuando su endurecimiento traspasa lo estrictamente necesario para disuadir de la comisión de un delito, puede significar que se hayan introducido ciertos elementos más próximos a la revancha que a la justicia. Frente a ello, es preferible potenciar los distintos medios preventivos de la sociedad para evitar el delito, aunque tengan el inconveniente de que requieren recursos. Entre estos medios, no hay que olvidar aquel que enunció Pitágoras: «educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres».
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