Cualquier sistema político se sustenta sobre dos principios básicos: la violencia institucionalizada y el grado de aceptación del propio régimen. Lo primero no es ningún secreto, ya que como señalan pensadores como Max Weber, el Estado se reserva el monopolio legítimo de la violencia. Como contrapartida, éste debe ser usado siempre de manera proporcional. Sin embargo, y pese al interés que el teme suscita, este artículo se va a centrar en analizar el segundo de los principios.
La aceptación de un sistema es fundamental para su supervivencia. Para ello, es vital que los Estados (u otras unidades políticas) consigan que predominen en su territorio dos tipos de personas: los convencidos y los beneficiados. Los primeros son lo que opinan que el sistema, aunque pudiera ser mejorable, cumple con las mínimas condiciones que le son exigibles. Los segundos, por el contrario, son aquellos que deciden apoyarlo gracias a las prebendas que obtienen del mismo. Ninguno de ellos cuestiona el sistema, aunque los motivos son distintos en cada caso.
¿En qué se basa la confianza de los que creen en el sistema?, ¿por qué están convencidos? Utilicemos un lenguaje más directo, estas personas opinan que el sistema les permitirá gozar, en cierta igualdad, de derechos y seguridad. Consecuentemente, se generan unas expectativas que esperan ser satisfechas. En este sentido, cualquier afiliado de base a un partido, pero también cualquier votante, en mayor o menor grado, concuerda con esta visión, y por tanto demuestra su confianza en el sistema.
Por consiguiente, la pregunta es: ¿existe alguna contradicción para que estas personas convencidas puedan obtener beneficios? No necesariamente, pero esa suerte, en principio, se reserva a una minoría, por una mera cuestión de finitud de recursos. La satisfacción que los convencidos encuentran en el sistema puede deberse a otro hecho, como el haber asimilado la máxima de que dicho sistema es justo y, por lo tanto, solamente el esfuerzo y las capacidades de cada uno determinarán sus riquezas. Esta falacia es reproducida constantemente a través de, por ejemplo, la escuela y los medios. Pero, en realidad la cantidad de factores ajenos que intervienen en el éxito, o fracaso, de las personas son inconmensurables. Para corroborar esta afirmación bastaría con comparar la cuota de poder que tiene un ciudadano corriente, frente a la de aquellos con grandes recursos.
La aceptación de un sistema es fundamental para su supervivencia. Para ello, es vital que los Estados (u otras unidades políticas) consigan que predominen en su territorio dos tipos de personas: los convencidos y los beneficiados. Los primeros son lo que opinan que el sistema, aunque pudiera ser mejorable, cumple con las mínimas condiciones que le son exigibles. Los segundos, por el contrario, son aquellos que deciden apoyarlo gracias a las prebendas que obtienen del mismo. Ninguno de ellos cuestiona el sistema, aunque los motivos son distintos en cada caso.
¿En qué se basa la confianza de los que creen en el sistema?, ¿por qué están convencidos? Utilicemos un lenguaje más directo, estas personas opinan que el sistema les permitirá gozar, en cierta igualdad, de derechos y seguridad. Consecuentemente, se generan unas expectativas que esperan ser satisfechas. En este sentido, cualquier afiliado de base a un partido, pero también cualquier votante, en mayor o menor grado, concuerda con esta visión, y por tanto demuestra su confianza en el sistema.
Por consiguiente, la pregunta es: ¿existe alguna contradicción para que estas personas convencidas puedan obtener beneficios? No necesariamente, pero esa suerte, en principio, se reserva a una minoría, por una mera cuestión de finitud de recursos. La satisfacción que los convencidos encuentran en el sistema puede deberse a otro hecho, como el haber asimilado la máxima de que dicho sistema es justo y, por lo tanto, solamente el esfuerzo y las capacidades de cada uno determinarán sus riquezas. Esta falacia es reproducida constantemente a través de, por ejemplo, la escuela y los medios. Pero, en realidad la cantidad de factores ajenos que intervienen en el éxito, o fracaso, de las personas son inconmensurables. Para corroborar esta afirmación bastaría con comparar la cuota de poder que tiene un ciudadano corriente, frente a la de aquellos con grandes recursos.
Por el contrrio, los beneficiados pueden no defender al sistema por pura convicción, sino únicamente porque éste salvaguarda eficazmente su patrimonio, cuando no lo aumenta. En este grupo es posible encontrar a las personas con un alto nivel económico pero también a cargos públicos relevantes pertenecientes a los partidos. Es sensato plantear la posibilidad que estas personas no tengan exactamente la misma visión que los demás. Es plausible que su opinión sea más pragmática, menos idealista.
En consecuencia, la ideología de los beneficiados se encontrará más estancada, en tanto en cuanto que su principal finalidad será la de que el sistema, que les asegura sus privilegios, perdure. De esta manera, se produce una simbiosis entre el Estado y este grupo de beneficiados. En todo este entramado, el sistema representativo presenta las condiciones necesarias para permitir, a las élites, ejercer una política en la que los rasgos plutocráticos adquieran un protagonismo casi absoluto. Gracias a ello, dinero y poder se entremezclan en el binomio beneficiados – sistema.
El fin del sistema es su propia supervivencia, y ésta queda garantizada gracias a convencidos y a beneficiados. Es posible apreciar que aunque la intención de los dos grupos sea la misma, no lo son sus motivaciones. Pero, no conviene olvidar que lo expuesto en este artículo es un modelo ideal y que la realidad, como siempre, presenta muchos más matices. Pese a ello, la conclusión es sencilla: el sistema necesita que la mayoría de sus ciudadanos no lo cuestionen. Por ese motivo, una casta de privilegiados que disfrutan de grandes comodidades, bajo la égida del sistema, han desarrollado un aparato propagandístico capaz de construir una apariencia, en la que el sistema, dando a todos las mismas posibilidades, premia el esfuerzo y no la posición que se ocupe en él.
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