Una comparación de las dos corrientes de democracia deliberativa


Schumpeter afirmaba que lo que distinguía a una democracia no era lo que sus gobernantes hacían, sino cómo éstos llegaban a serlo, siendo absolutamente necesario el elemento de competencia. Sin embargo, este modo de concebir la democracia implica que la política sea, a menudo, percibida como una elección de preferencias individuales – egoístas que a lo sumo pueden tener repercusiones públicas positivas. En realidad, se convierte en un mero proceso de ratificación de las élites presentadas por los partidos, en el que cada persona acaba escogiendo al candidato que piensa que más le va a beneficiar según sus propuestas.

No obstante, desde hace relativamente poco tiempo, se están planteando alternativas, como la democracia deliberativa. En ella se distinguen dos tendencias mayoritarias, una podría ser la liderada por Jürgen Habermas, y la otra se asocia sobre todo a filósofos como Joshua Cohen o Benjamin Barber. Primeramente, observemos el pensamiento de Habermas. Para él el Estado y la sociedad civil se encuentran netamente diferenciados y, por tanto, deben ocupar lugares distintos. En este sentido, su metáfora más conocida es la del asalto continuo al castillo (Estado) sin ánimo de conquista. Es decir, la sociedad civil debe tener sus propios mecanismos para influir en la política, pero siempre fuera del Estado.

De esta manera, Habermas desarrolla la llamada democracia de doble vía, la cual se apoya en dos esferas, una pública y otra institucional. La primera de ellas actúa como un elemento cuya principal función es descubrir las necesidades sociales, mientras que la segunda es la que adopta las decisiones políticas. Por ese motivo, la democracia deliberativa, en un sentido habermasiano, requiere una sociedad civil potente, que asuma un papel más participativo. La idea es que se tiendan puentes para el diálogo entre el Estado y la sociedad civil, en el que mediante razones coherentes se acabe optando por la solución que reporte mayores beneficios.

Así pues, aparece una vía de participación extra-sistémica que podría servir para complementar la vía sistémica de las elecciones convencionales. Empero, con una limitación, y es que Habermas sostiene que la sociedad civil debe deliberar, pero en su propio campo, pues finalmente la capacidad decisoria seguiría perteneciendo a las instituciones del Estado (recordemos que el asedio es sin ánimo de conquista).

Frente a ello, la segunda de las corrientes parte de la premisa de que la deliberación de los ciudadanos puede ir acompañada de la toma de decisiones. Asimismo, este proceso debe conseguir que lo que provenga de él vaya encaminado a la satisfacción del bien general y no de intereses particulares. Por esa razón, deben primar los argumentos que vayan encaminados a lograr ese objetivo.

En consecuencia, en este modelo sí sería posible concebir que las decisiones que tomen los ciudadanos tuvieran fuerza de ley. Por el contrario, parece que Habermas deja al Estado (esa esfera institucional) el poder decisorio que, a lo sumo, puede “escuchar” (en sentido amplio) las demandas que la sociedad civil, mediante los canales oportunos, le haga llegar. No obstante, retomando la idea de la segunda de las corrientes, para que el sistema asambleísta, basado en la deliberación, sea válido y funcione con miras a una estabilidad, es interesante considerar los cinco rasgos que, para Cohen, debe tener esta democracia deliberativa:

  1. Confianza de los miembros en que el sistema perdure.
  2. Coordinación mediante las instituciones que permiten la deliberación. La deliberación se debe producir entre iguales.
  3. Pluralidad de visiones que aceptan como válido el método deliberativo.
  4. Aceptar la deliberación como fuente de legitimidad, motivo por el que las instituciones deben presentar una conexión entre la deliberación y los resultados.
  5. Reconocimiento mutuo de los oradores.

Estos puntos permitirían desarrollar un sistema en el que los ciudadanos podrían decidir directamente sobre los determinados puntos, sin esperar que sus decisiones sean refrendadas por otra esfera. La teoría del contrato social defendía que la organización política nacía cuando el cuerpo de ciudadanos renunciaba a una pequeña parcela de libertad, a cambio de que la restante pudiera asegurarse. Pero, si dejamos el poder de decidir a una minoría (clase política y poderes fácticos), ¿acaso su libertad no será mayor que la de los demás? Ya que, aunque se garanticen ciertos derechos, éstos dependen de la ley, y la ley (su redacción y votación) de esta minoría. Esta situación puede no variar demasiado aunque existan canales de comunicación entre la ciudadanía y los políticos, porque la última palabra solo la tiene un colectivo de los dos. En vez de eso, nadie debería verse impedido de ejercer una pequeña porción de poder.



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