Los desafortunados límites a la libertad de expresión

 
El derecho a la libertad de expresión, pese a que se haya repetido constantemente, es innegociable en un sistema que aspire a la democracia. ¿Por qué? Porque solo de esta manera, a través de la libre manifestación de las ideas políticas, morales, religiosas o del tipo que sea, puede una sociedad llegar a conseguir la madurez y responsabilidad necesarias para gobernarse a sí misma, lo que no deja de ser el principal rasgo de cualquier democracia. 

En consecuencia, las más importantes declaraciones de derechos lo han incluido en su redacción. De esta manera, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en su artículo 11 reconoce la libre comunicación de pensamientos y opiniones como uno de los derechos más preciosos del hombre. Casi al mismo tiempo, la Carta de Derechos de 1791 (las conocidas 10 enmiendas de la Constitución de los Estados Unidos de América), en su artículo primero impide al Congreso que coarte la libertad de palabra o de imprenta. En esta misma línea se mantiene la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948, cuyo artículo 19 asegura el derecho de libertad de opinión y de expresión a todo individuo. 

A pesar de lo dicho, es razonable entender que no se trata de un derecho absoluto, ya que tiene unos límites, especialmente los relacionados con el derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y la infancia, tal y como recoge el artículo 20 de la Constitución española. Por consiguiente, esto implica que, como en cualquier otro conflicto en Derecho, se recurrirá a la ponderación, es decir a la técnica que permite vislumbrar en cada caso que bien jurídico es el que debe prevalecer. Sin embargo, en este caso, tal y como se ha mencionado, se debe tener en cuenta que la libertad de expresión es un derecho de una importancia destacadísima, cuya limitación solo podría justificarse por unas razones todavía más poderosas. 

En cualquier caso, en una sociedad donde la división más importante es la trazada por la distinción entre gobernados y gobernantes, el derecho a la libertad de expresión incluye necesariamente decir a esos gobernantes la opinión que se tiene acerca de sus acciones. En este sentido, es comprensible que a veces resulte difícil aceptar todas las críticas, sobre todo cuando éstas sean de mal gusto, pero salvo que se traspase cierta línea la capacidad de la clase política de asumir las críticas de la población será, sin lugar a dudas, un buen medidor del grado de libertad que habrá en su país. A tener de esto, es destacable la figura, en la antigua República romana, de la flagitatio. En ella, los ciudadanos que no podían acudir a los tribunales iban a quejarse delante de la casa de algunos cargos públicos, quienes soportaban estoicamente el griterío que, por cierto, no era precisamente algo que hoy llamaríamos moderado. 

En contraposición a ese grado de libertad de la República romana, actualmente cuando se entiende que se han sobrepasado los límites de la libertad de expresión, puede tener  como consecuencia una sanción penal que, en ocasiones, supone incluso el ingreso en prisión. Pese a ello, resulta difícil de comprender que una persona por escribir, cantar o realizar cualquier otro ejercicio intelectual pueda incurrir en un delito, dado que la simple muestra de discrepancia con la obra parece una opción suficientemente razonable. Ahora bien, en vez de eso, el Derecho Penal aparece antes de lo esperado, sin atenerse a aquel principio de subsidiariedad, según el cual debe emplearse como último recurso cuando otros ordenamientos jurídicos como, por ejemplo el civil o el administrativo, se ven incapaces de proteger adecuadamente el bien jurídico en cuestión. 

En conclusión, considero que hay dos maneras de enfocar esta problemática. La primera es la que entiende que, lamentablemente, la libertad de expresión debe someterse a ciertos límites que la haga compatible con la protección de otros bienes como la dignidad o el honor. Mientras que, habría una segunda que coincidiría con aquellos que defienden efusivamente que la libertad de expresión deba tener necesariamente límites, como si un exceso de la misma resultara perjudicial per se. No es una diferencia baladí en absoluto, y probablemente la sensibilidad que se tenga en esta materia y la capacidad de aceptar las críticas políticas tenga una estrecha relación con la aceptación misma de la democracia.


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